VV1-3: El protagonismo de la boca del condenado como articulación entre un Canto y otro en el arranque de éste pone el foco en la verbalidad como definición de un carácter, y lo hace marcando en principio su brutalidad de acción, de manera que la sofisticación de las palabras que de ella se derramen quede imbuida de la venganza que concreta. El realismo alcanza la cota de la repugnancia visiva, y el sentido del horror se nutre del barbarismo. Es más, el fiero pasto (un adjetivo antepuesto cuya resonancia es extensiva al reo, y de ahí su impresionante pregnancia) no parece que sacíe una avidez que se alimenta (cfr. V127 del Canto previo) de un odio inextinguible, de donde la interrupción a la que quel peccator se aviene es una consideración en aras de acrecentar la infamia del traidor cuya nuca roe (o mejor: ‘destroza’ o ‘estropea’, ‘daña’, ‘deshace’, todas estas acepciones incluidas en el avea … guasto, una sugerencia de bestialidad y ferocidad inhumana y una definición tonal del expresionismo lingüístico del Canto en sí). La boca ensangrentada como centro al cual converge la visión, su alzarse, el gesto simultáneo de limpiársela (forbendola deriva de ‘forbire’, cfr. V69 del Canto XV, ‘forbersi’ es conservarse limpio) burdamente en la cabellera ya teñida de rojo de su víctima, el furor salvaje como epítome, la animalidad domeñada por la intención de castigar mejor con la palabra: la intensidad dramática del rencor íntimo desborda hasta ser, al exteriorizarse, sentida y vista. Nótese cómo el capelli del V2 se abre acto seguido en el V3 en capo ch’elli, con el ch’ metiéndose como una cuña en medio del plural: a la sombra que hace violencia le corresponde el sujeto que violenta y se inmiscuye, la sintaxis como ejercicio de poder.
VV4-75: La confesión del conde Ugolino es, si no el más célebre, sí el más dramático de los pasajes del Inferno, que es casi lo mismo que decir de la literatura occidental. El tejido de estos veinticuatro tercetos, el manejo del amasijo pulsional que late dentro del organismo de sus versos, es una cumbre que justificaría una vida de sherpa. El relato de Ugolino, su racconto (su solo, si se lo pusiese en términos musicales), es ‘uno de esos casos en los que una persona, tras recibir una única oportunidad que no se repetirá jamás, se trasnforma íntegramente ante los ojos de quien lo oye, toca su desgracia como un virtuoso, saca de su desdicha un timbre que hasta ese momento nadie había escuchado y que también a él le resulta desconocido’ (Mandelstam); y en esta cuestión del timbre (la diferencia, la calidad que uno es capaz de percibir entre notas de la misma intensidad y tono, entre los sonidos de, por caso, un oboe, un violín y una soprano) radica en parte lo imperecedero de este drama, en tanto éste brota de aquél y se estructura, en sus vicisitudes, sobre sus modulaciones; siguiendo a Ósip: ‘Es indispensable recordar que el timbre es un principio estructural como la alcalinidad o la acidez de una u otra combinación química (…). Este Canto está envuelto en el timbre del violonchelo, denso y pesado como la miel rancia y envenenada. La densidad del timbre del violonchelo es la que mejor se presta para transmitir la espera y la dolorosa impaciencia. No existe en el mundo una fuerza capaz de acelerar el movimiento de la miel que mana de un tarro inclinado. (…) La cárcel complementa y condiciona acústicamente el trabajo verbal del autobiográfico violonchelo. (…) La historia de Ugolino es una de aquellas leyendas itinerantes, una pesadilla de ésas con las que las madres asustan a los niños, uno de aquellos horrores amenos que con gusto se susurran dando vueltas en la cama como un remedio contra el insomnio’. Pero para que el timbre le arranque al reo el drama que le arranca se procede a agrupar una serie de tópicos cuyo peso propio aislado, el de cada uno en sí, es de una enormidad que se banca y justifica (como quedó plasmado en tantas obras que no viene al caso traer a colación) el tratamiento individual, el recurrir a cualquiera de ellos para edificar arte del mejor; pero si por un lado Dante agrupa los temas del hambre, los sueños y la muerte, para más sutiliza el sueño en su variante premonitoria y lo convierte en una herramienta tensional, agrega el vínculo de sangre entre los protagonistas (la filiación directa entre tres generaciones) y los ubica no sólo en el ámbito cerrado de una celda sino en el cubículo más infame y señalado de una prisión en forma de torre. Otra nueva e imperecedera lección: hay una suerte de demasía que sale a relucir al imponerse restricciones, una volición más afinada y aguda, una hondura más abismal hacia la que se acelera sin tener ocasión de encontrar distractividades que no existen, y justamente de este gravarse con límites y circunscribirse con deliberación emerge una dicción más esencial y sin adorno, más afilada por ser urgente y más cabal por no dejarse más oportunidades, siempre que se tenga el talento de encontrar las notas justas para sonar a su altura, lo que es para muy pocos y acaso elegidos; ‘succisa virescit’: con la poda, reverdece. En este caso el timbre, así, tiene a su disposición una paleta con lo más seleccionado, y la presión del espacio restringido, al igual que el afluir y converger de los tropos hacia un único nodo temporal, hace que de la solución de todos estos elementos precipite la poesía de fibra más íntima y la versificación más sustancial, y hay que saber entregarse a ese vértigo. Por su parte, al acomodarse en el endecasílabo (y todo metro adquiere con el paso de los versos, como sabía Pound, ‘un cierto volumen crítico que presiona para obtener un respiro sonoro, una resolución lírica: la cuestión entonces es dónde dejar que el metro cante’), la exposición de Ugolino se va organizando (de manera casi autónoma y espontánea: esta ‘naturalidad’ deriva, como en los seres vivos, de la diversidad más prodigiosa basada en una profunda y no menos remarcable unidad de monotonía formal; la estupefaciente variedad de las expresiones se apalanca en un único modo fundamental de organización) en pos de que la brillantez encuentre las mejores coordenadas para su libre lucimiento: se trata de una especie de cristalización, de la adquisición de un orden estructural y formal férreo en pro de la libertad y velocidad de tránsito del sentido a nivel de superficie; ante la fluidez previa de la anécdota, electrizarla, tensarla, hacer que cristalice para encontrar conductividad (los electrones en circulación en una red, podría imaginarse), sentido; la significación como tránsito, la significatividad como circulante, la ganancia de valor por acumulación de kinesis en la conciencia (y la conciencia es el campo de la subjetividad) vincular entre lector y texto: el sistema nervioso central que en su proceso de aprehensión de la realidad no puede, y sin duda tampoco debe, expedir a la conciencia más que información de alguna manera transpuesta, encuadrada en normas preestablecidas, es decir asimilada y no meramente restituida (de ahí que su problemática no tenga que ver sólo con su representación sino también con su interpretación, y por lo tanto con el sentido); la inexistencia (con Wittgenstein) del significado como referencia objetiva. Ahora bien, sólo el ser humano es necesariamente un héroe dramático. En el caso de Ugolino, es la autonomía de su carácter frente al orden providencial del más allá (como en los casos de Francesca, Farinata y Ulises, con los cuales el pasaje teje sutiles vínculos y correspondencias, como se verá) lo que deja en segundo plano el que sea tan traidor como aquél al que somete, y la corriente de simpatía que fluye hacia él no es sino un derivado de su maestría oral. En pocas obras, acaso en ninguna, es dado que uno se asome con tal fascinación (un embrujo que se nutre de rendirse frente al arte de enhebrar verso con verso, frente a su hormiguear y a la labor de criba y aglutinación, a su entramado y a sus modos de imbricación, e incluso a las oscilaciones durante la dicción) a lo que de terrible tiene en sí la humanidad y le es consustancial.
VV4-9: La deliberación con la que estos dos primeros tercetos del relato de Ugolino reelaboran el asunto de avenirse a hablar de lo que más duele tocado ya en su momento por Francesca (cfr. VV121-126 del Canto V) con frescura y emotividad ejemplares denota el propósito de vincular un episodio con el otro, por un lado para respaldar éste en aquél a sabiendas del eco afectivo a recoger ahora y por el otro para señalar las diferencias entre ambos, y con esto allanar un principio de caracterización. Si allá Francesca mentaba que no hay nessun maggior dolore / che ricordarsi del tempo felice / ne la miseria, acá Ugolino habla de revivir un disperato dolor inasimilable y no cuantificable que le arrasa el corazón ni bien piensa en el suceso y antes de que las palabras acudan a su boca ensangrentada para darle forma y formulación verbal; si allá ella, en atención al ardor de Dante por saber cómo pasó lo que pasó, consiente en dirò come colui che piange e dice, acá él, sin otro objeto que el de incrementar la infamia del traidor al que castiga (el odio hacia ése que le vio Dante al final del Canto anterior y por el cual le preguntó prometiéndole correspondérselo a su vuelta al mundo) admite que parlare e lagrimar vedrai insieme, y así como los dos lagrimean al narrar (no siendo actores de reparto sino protagonistas de su propio drama), donde ella era generosa al exponerse él es artero y egotista, esclavo de su sempiterna venganza, un pecador de otro calado; si allá lo por decir referiría la prima radice / del nostro amor, acá las palabras esser dien seme / che frutti infamia: un ir a la raíz, un pasar de la semilla al fruto (de hecho repárese en la pretensión fecundante de la música vocálica del V7, con sus nueve y dominantes e). Afinidades menos evidentes, pero no por eso casuales, se descubren al notar que lo mismo que entre Paolo y Francesca y al igual que en el caso de Ulises y Diomedes, en la dupla de personajes el intérprete y quien lleva la palabra y voz cantante sólo es uno, mientras el otro, en su silencio, se mantiene como presencia figural para dar mejor resalte a la acción; por boca de Ugolino habla el hombre traicionado, mientras que su propia traición y culpa entra en su discurso apenas de refilón: si no disculpa su pecado, la ofensa de la que fue víctima (o mejor, el encanto con el que la desarrolla) por lo menos lo soterra e invisibiliza. Ya desde el vamos se impone una suerte de trémolo o vibrato trágico, y en el tono (o la idea de ‘registro’ en vez de tono, acaso) inconsolable de esta voz (una voz que asume la boca, los ojos y finalmente la cara; el tropo ‘prosopopeya’, el conferirse una máscara) hay una lectura inequívoca de la índole del drama humano.
VV10-12: A diferencia de lo que confiesan otros condenados, Ugolino no muestra especial curiosidad por saber quién es Dante y qué hace allí, ni en función de qué providencia hace su viaje; lo que le interesa, lo que cuenta, es la atención que vaya a poner siendo florentino. Una vez más, este reconocimiento de origen sirve de articulación y velada referencia a otra de las figuras dominantes del Infierno, Farinata (cfr. VV25-26 del Canto X), que viene a ser otro eco a usufructuar: la resonancia como razón instrumental. Que en el episodio de Ugolino, en tanto última cumbre del Infierno, se aproveche esta acumulación previa de capital poético, no significa que se lo quiera distinguir por encima de los demás: no hay, no existe discriminación valorativa entre altas cumbres, las alturas no se dejan banalizar por la requisitoria, tan actual como occidental y protestante, de la comparación cuantitativa. Además de esto, vuelve a enseñarse que la procedencia, el carácter y hasta el destino de alguien pueden derivarse de su voz, tal como, señala Mandelstam, la medicina de aquel tiempo diagnosticaba por el color de la orina.
VV13-21: En estos tres tercetos, que pueden considerarse como los que completan la parte introductoria de la narración del conde, se allana todo aquello que resulta necesario desde lo informativo (identidades, y con ellas vicisitudes conocidas), pero sobre todo se asiste a la evidencia temperamental del condenado, lo mismo que se limpia de digresiones y data incidental y se eleva la acción dramática a una altitud de arranque de por sí ya elevada; desbrozada de accidentes, la última semana de vida de Ugolino y los suyos exige ser captada íntegra e integralmente. Lo que acá interesa saber del conde Ugolino della Gherardesca, patriarca de la principal casa gibelina de Pisa (de donde supo ser exiliado y adonde luego supo volver, aliado de los güelfos, hasta ver anulados los cargos que pesaban sobre él y vivir años en paz), es que al estallar en 1284 la guerra entre Pisa y Génova se le asignó el mando de la flota pisana, cuya derrota en Meloria dejó inerme a la ciudad, y que para evitar su fin hizo entrega de ciertos castillos a los enemigos; a punto de establecerse como monarca, en 1288 las familias gibelinas de los Gualandi, los Sismondi y los Lanfranchi, bajo el influjo y guía del arzobispo Ruggieri, logran ventaja sobre él y al año siguiente eligen como capitán de guerra a Guido da Montefeltro; precisamente por la discordia sembrada por el arzobispo el conde se enemista con su sobrino Nino Visconti, lo que redunda en el liderazgo de aquél sobre los gibelinos (llegando a ser nombrado podestá y capitán del pueblo de la ciudad) y en el exilio de ambos; al ofrecerle el arzobispo que retorne bajo la condición de que lo haga sin sus hombres de armas, en julio de 1288 y luego de escaramuzas en las calles el conde es apresado y encarcelado junto a dos de sus muchos hijos (Gaddo y Uguccione) y también dos de sus nietos (il Brigata y Anselmuccio), hijos éstos de su primogénito Guelfo II; nueve meses después se dejaba morir a los cinco de hambre; de todo esto se saca en limpio que Ugolino se condena como traidor de los gibelinos, y el arzobispo como traidor del conde (ya sea por la celada de invitarlo a la ciudad para un acuerdo para después encarcelarlo como por la horrenda vileza de matarlo de forma tan cruel, no sólo a él sino a sus hijos y nietos). Ya que todos estos hechos eran de dominio público y conocimiento general, el conde ahora (VV16-18) esgrime lo innecesario de repetir cómo fue asesinado. Y precisamente por esto mismo, sabe que lo que ocurrió dentro de esas paredes (quel che non puoi avere inteso, V19, donde la ubicación del non distingue entre el taxativo ‘no podés haber sabido’ que el reo sabe decir respecto de la eventualidad de un ‘podés no haber sabido’ que se descarta) al ser la torre definitivamente cerrada a cal y canto es algo que nadie más que él es capaz de transmitir: el testimonio de esas últimas horas no es materia de cronista, sino el drama psíquico del fin de un padre que ve a sus vástagos, dos de ellos niños y todos inocentes, morir con él y por su culpa, y que es víctima de la bestialidad de otros; contra esta inhumana atrocidad es que Ugolino se rebela desde el infierno, y con esto de algún modo defiende la idea de piedad. De hecho en su exigencia de que Dante evalúe si se lo ofendió (otro vínculo con Francesca, cfr. el V102 del Canto V), en esta necesidad suya de veredicto (V21), se lee que la participación en su propia desventura podría resultarle de por sí un paliativo, aún estando él sujeto a una condena eterna. A modo de ejemplo de la sutilidad de su discurso, repárese en los tres diferentes tiempos verbales que utiliza en el terceto de los VV13-15, y en lo que de este uso se deriva: si en el i’ fui en pasado subsiste el recuerdo de la fuerza y nobleza de su estirpe, en el questi è en presente se denota la diferencia entre un título nobiliario y el carácter indeleble de un sacramento episcopal que vuelve más terrible el pecado en que cayó el arzobispo al traicionar no sólo a su adversario político sino al contenido sagrado de su propia misión, esto es a sí mismo; si en el i son en presente y su tal vicino se denota un ‘la manera en que me porto con él’, el or ti dirò en futuro apuesta por sí mismo confiando en lo conveniente de la elucidación de sus motivaciones.
VV22-24: De acá en más entonces, propiamente, los terribles sucesos. La falta de artículo en el V22 impone ya un tono de urgencia y tensión. A la torre en la cual estaban confinados los cinco prisioneros se la denominaba ‘Muda’ en razón de que allí solían guardarse a las águilas durante el período en que mudaban sus plumas, y pasó a ser conocida como ‘la del hambre’ por la resonancia del caso de Ugolino. Tal como él prevee, allí aún serían encerrados, como él, otros: por caso el duque Juan de Suabia, asesino de su tío Alberto I de Habsburgo. En el 1318 la torre, por decisión de los ancianos de Pisa vía público decreto, fue puesta fuera de uso.
VV25-27: El elemento desencadenante del drama, el revulsivo o detonante que pone en marcha el yugo inevitable que va a caer sobre los cinco reclusos, es este mal sonno que tiene en un momento Ugolino, pasados varios meses (piú lune già, con precisión desde julio de 1288 hasta marzo de 1289) desde que se los había encerrado (la estrechez en que se los tenía a todos, indicada ya por medio del breve pertugio del V22, queda acentuada ahora por el suo forame del V25: el aire enrarecido, la animalidad de la jaula). Que el mismo sea premonitorio no se deriva sólo de la presente confesión del propio conde, sino de su despertar apenas antes de que se haga de mañana (V37): tales horas eran las más propicias para la lectura del futuro y la profecía, y tales sueños eran los que se tenían por premonitorios (cfr. V7 del Canto XXVI). El mi squarciò del V27 tiene también un salvajismo anticipatorio: con esta inclusión del sueño como presagio no sólo se anticipa la tragedia de la muerte y la angustia de las víctimas, sino que propiamente se la desencadena como realidad, además de ponerse en escala el inútil cómputo de los previos y monótonos meses pasados sin que nada cambie (de los que nada se dice); el hilo de una esperanza instintiva tendido en altura sobre el vacío no sirve sino para mantener un precario equilibrio sobre él.
VV28-36: Más allá de lo funesto, el sueño que tiene Ugolino es transparente: su alusividad es clara (la partida de caza al mando del arzobispo, sus secuaces al frente de la batida, padre e hijos perseguidos por un pueblo de perras triplemente adjetivadas, y en su cansancio alcanzados tras corta fuga y lacerados, los colmillos en su carne), y de ahí que resulte más ominoso. Destacan el pareva a me del V28, el mi parieno del V34 y el mi parea del V36, entregando las tres construcciones ese halo de indeterminación con que se vivencia el sueño y que su transcripción amerita; el poner en el primer verso del segundo de estos tres tercetos a las perras lanzadas en persecución para recién después aclarar que las mandaban integrantes de tres de las más señaladas familias pisanas gibelinas es un modo de generar impacto visual. Del cuadro en todo caso se desprende ya la tragedia del hambre: a las víctimas se las hiere con los dientes, son mordidas.
VV37-39: Que el conde Ugolino, ni bien se despierta por la madrugada y todavía bajo el influjo de su sueño, sienta llorar a los suyos (el figliuoli es extensivo a hijos y nietos, el amor paterno no distingue entre ellos y los une a todos en un mismo vínculo ante la injusticia y la ofensa que golpea a los de una misma sangre; y recién en el posterior ch’eran con meco del V39 es cuando los incluye con él en su lugar de encierro, lo que para el no enterado de la anécdota viene a ser una espantosa novedad y para la construcción dramática el elemento clave y definitivo), no es lo más trascendental: lo que incrementa la extrañeza y tiende un velo de irrealidad sobre la escena es que él los oiga llorar en sueños (y en este tejido onírico es donde la inconciencia de los cinco es la que se emplea dialécticamente) pidiendo pan, y así ese llanto y esas palabras (una vez más el hablar mientras se llora, cfr. V9, en algún sentido una especie de complicidad filial) serían, por un lado, la confesión de lo que en la vigilia no se puede ni se quiere confesar, y por el otro una nueva premonición; así, vienen a hilarse unas con otras las urdimbres de sendos miedos y conciencias.
VV40-42: Y precisamente acá y ahora el desvío de esta apelación del condenado a Dante. La lectura más jugosa del terceto, con De Sanctis, es la que alude a la claridad con la que Ugolino percibe la inevitabilidad de la muerte inminente por hambre de todos a partir de lo que los sueños les anuncian, claridad tan patente que no entiende cómo quien lo oye no llega a conmoverse a la par suya; la indignación del conde ante un hombre que llega a parecerle más curioso que conmovido llegaría por eso casi hasta el reproche; un esbozo, que no ya un cuadro, cuya grandeza estaría más en lo que se adivina que en lo que se dice, y un esbozo por medio del cual el propio poeta exigiría del lector lo mismo que Ugolino del Dante personaje: que se dé cuenta y que se conmueva al anticipar lo por venir. Y sin embargo es Ugolino mismo el que pone entre comillas esa eventual lucidez de su autopercepción, ya que lo que ahora le queda tan claro (los verbos en presente orbitan alrededor de esta evidencia: non ti duoli, non piangi) al respecto en el noveno círculo del infierno, allá en su reclusión física en el mundo lo describe a partir del ciò che ‘l mio cor s’annunziava: no sólo la indefinición del pretérito, sino ‘l mio cor como sujeto, lo que su propio corazón entonces le presagiaba y presentía, la neblina de un visionar sobre el horizonte que el sol de la conciencia todavía no llegaba a disipar; y por qué no también ese no tan firme pensar con terror en lo que vaya a pasar que propicia precisamente que pase eso que está a punto de pasar. Por otro lado hay un uso instrumental del terceto como articulante, un expansor que difiere el pormenor de la narración y acumula tensión dramática sobre lo que sigue, genera ya no expectativa sino expectación sentida a flor de piel y permite que la acción pase de hacer foco en los sueños entre los que todos se iban despertando a focalizar la toma definitiva de conciencia que se desarrolla enseguida.
VV43-45: El già eran desti carga y cae con todo el peso previo acumulado adrede, y es sentido del drama en su mejor expresión; es la presencia de los hijos y los nietos junto al conde lo que hace de su agonía un escándalo, la peor ofensa que se le hace no es su muerte sino la de sus vástagos. La expectatividad corta el aliento, se deja de respirar: el s’appressava en el que se oyen percutir los segundos uno atrás de otro, el solea que ya pone en veremos ‘l cibo del que puntualmente se les hacía entrega desde meses atrás, el dubitar que encierra la ominosidad de los peores augurios, la fatalidad, lo irreparable que está en marcha y en rumbo de colisión hacia ellos (dubitan todos, como todos fueron los que soñaron, tal la fuerza del ciascun del V45) pero todavía, y sólo todavía, no atina a alcanzarlos; el punto y coma de cierre del terceto.
VV46-48: El hecho fatal e inequívoco, la divisoria de aguas, el mandoble de la realidad. El conde se apercibe de la sentencia de muerte que se ejecuta sobre los cinco y la música de los clavos hundiéndose en la puerta de la torre a golpe de martillo para sellarla para siempre es la de un réquiem; la autoconciencia de Ugolino es más dolorosa por ser él quien primero y definitivamente la sufre, y porque la injusticia que se le hace a los suyos es irremediable, aún cuando estos no alcancen a calibrarla. El yo toma un protagonismo agónico (io senti’ en V46, io guardai en V47, la terribilidad del momento es recogida tanto por el sentido del oído como por el de la vista, y así en adelante) al ser el único responsable de una muerte plural. La torre deviene orribile una vez clausurada: muerta toda esperanza (como en el propio infierno) de salvación, queda en pie la lucha interior a soportar hasta que llegue la muerte en sí: la agonía mental por una integridad que no colapse es lo que brilla en la mirada franca, enrarecida, muda y a los ojos del conde hacia los suyos, y en su silencio (un silencio del que no va a salir sino hasta que mueran todos ellos, un silencio que está mucho más allá de cualquier falta de argumentos y de la eventual confortación de cualquier mentira piadosa en la que ni sabe ni puede ni quiere caer, un silencio aullante y el más impresionante de los silencios) hay una convicción más definitiva que cualquier palabra.
VV49-51: La imperturbabilidad como mecanismo de defensa hacias los otros, el volverse de piedra (impetrai, V49) por dentro como primera reacción de una conciencia angustiada que no admite el mínimo autoengaño, y el sí del V49 que pone esto en escala. Y por otro lado el llanto desatado de los vástagos al verle esa mirada enfática (un énfasis del que se hace cargo la exclamación previa a la pregunta en el V51) al padre, el brillo de un principio de reconocimiento en cada lágrima, la sospecha no del todo formulada y la intuición de la irreparabilidad que se integra en forma de tentativa inquisición por el menor de los dos nietos (en cuyo nombre resuena la afectuosa familidaridad del que es más querido: Anselmuccio), su ansiedad inocente o mejor, su ansiosa inocencia, ese mio que devuelve afecto de primera, y en definitiva ese otro sí del V51 que más que eco del anterior es la imagen propia del dolor en el fondo de un delirio facetado.
VV52-57: Del perciò inicial (cuyo valor conclusivo ata la impasibilidad del conde ante lo que le pregunta el menor con la entereza propia del que debe adoptar el silencio más desconcertante como fragua de una austeridad que le cuesta sangre: la falta de efusión por toda respuesta como un sacrificio que él se impone) al stesso final del V57, el tiempo que transcurre (todo ese día, la noche que le sigue y hasta que la luz de un alba nueva alcanza a definir en las fisonomías de todos los rasgos del desgaste) se dilata en eras; el drama se monta sobre el deterioro con el que sabe herir este paso del tiempo en el que no sucede nada, y sus efectos distorsivos (el hambre como sensación física, el ayuno como dolencia mental) disuelven las individuaciones en una indistinción monstruosa de la que se escapan las exhalaciones de unas pocas palabras de los vástagos cada dos o tres días. El aspecto trágico de éstos, demacrados y extenuados, es lo que solivianta de repente al conde, al reconocer en ellos, como en un espejo, su propia imagen (un despojo vergonzante), lo que si no lo saca de su mutismo sí lo arranca de su inmovilidad y vence su decidida resistencia, y desata en él una reacción intempestiva que genera el nuevo movimiento reactivo de los suyos: es a espamos como encuentra hilación argumental y formulación verbal la continuidad barranca debajo de lo que cae por su propio peso. El mismo io sigue cayendo de verso en verso (al del V49 acá se agregan los del V52 y V56), así como el adjetivo doloroso aplicado al carcere en el V56 se deja en latencia para excusar y propiciar un mejor filo del lo dolor del V58: hay una suerte de expansividad instrascendente a la que se acogen estos versos que no es sino una táctica de acumulación tensional, como dice Brodsky: ‘Los puntos débiles tienen cierta función dentro del poema, suelen ser parte de cierta estrategia para que el lector se abra camino hasta el impacto de este o aquel verso’.
V58: La pesadilla de la muerte por hambre se convierte en desesperación, el dolor de la conciencia se vuelve insoportable. La feroz animalidad (un embrutecimiento, una deshumanización) con la que Ugolino se muerde ambas manos denota su propio hundimiento bajo el opresivo peso de su lucidez, y en su absurdidad no tiene nada de ridículo. Lacerado en lo más íntimo, el conde se autoagrede para expiar eso que se agrega a su castigo: el ultraje del que es víctima al victimar a los suyos con él se asume irremediablemente como propia culpa. Las cuatro emes del verso hunden sus trinches como colmillos en la sombra de sus dos extremidades.
VV59-63: Esta segunda ejecución verbal de los vástagos (esta vez de todos al unísono y a coro, y en este acorde conjuntivo hay el voluntarismo de los familiares que se apelotonan con cariño ante un viejo agonizante) no es tanto un segundo ataque de la sección de cuerdas (vocales) de una orquesta como el vibrato de un estrato inferior y más cercano a un hipocentro de ondas sísmicas; el trance es mucho más profundo y es más honda la desesperación: elucidados por la inminencia de la muerte que les espera a todos, los críos eligen ver en el castigo autoinfligido de Ugolino (y en este malentendido suyo late toda una ética: puestos en pie enseguida de la misma forma súbita con la que el conde se descargó sobre sí mismo, su reacción es una entrega, el confortamiento de los que se apiadan y pretenden el bien para el prójimo) el hambre que ellos mismos sienten, y en su darse sin medida desbordan hacia el horror de lo inconcebible y no arbitran otro medio para aliviar a quien les dio la vida que ofrecerse a sí como alimento, cederse en carne propia. El hilo rojo que cose toda la escena es el dolor, en ellos doglia, y su inmolarse un modo de atenuarlo. El tacto inherente a las acciones de vestir y despojarse de aquello que el otro dio y al que ahora se le ofrece que tome (con el cuerpo, la vida) es pasmoso; por más que no haga falta decir lo evidente (como quería Wittgenstein), la exploración de estas salidas y respuestas en circunstanciaciones deliberadamente tan terribles es una de las tantas distintividades dantescas sin igual.
VV64-66: Cada uno de los versos de este terceto, cortados por el alicate del punto y coma, llenan un propósito específico. En el primero se da noticia de cómo el conde Ugolino vuelve a allanarse, por los demás y con el resto de fuerza que le queda, a su papel estólido; es el mismo tipo de reacción que tuvo en el V52 ante el señalamiento previo (aún cuando esta contención suya resulta más empática por su mayor dificultad), y en su invariancia y autoimpuesta calma clausura de un modo lapidario (ni una palabra, siquiera un gesto) la posibilidad de poner más tristes a los suyos. En el segundo se acomoda toda la espera de dos días más (el segundo y el tercero desde que la puerta fuera remachada), el tempo minucioso bajo el espectro permanente del hambre y el mutismo prolongado que acrecienta el sordo llegar de la muerte irremediable; en este suceder sin aristas se inscribe toda la pena de quien se ve obligado a revivir un drama, el suyo propio, pormenorizado. Pena que estalla (la nota del lamento ahi…) y se confiesa en el tercero de estos versos: traicionado por los hombres y abandonado al destino más cruel, en la más desesperada de las soledades precisamente porque comparte encierro con su progenie, Ugolino hubiera agradecido incluso la intervención de la naturaleza: ser tragado por la tierra que se abre.
VV67-69: Llegado el cuarto día, el primero al que las fuerzas lo abandonan (óigase cómo se repliega en sí la expresión mi si gittò del V68, un ‘echarse’ al piso ante el progenitor con lo poquísimo de energía residual, y cómo la construcción disteso a’ piedi es expansiva, un ‘despatarrarse’ dejando que el mismo peso propio distribuya el cuerpo por el suelo como cuadre) es Gaddo, el mayor de los dos hijos de Ugolino encerrados con él; el gerundio dicendo hace de sus palabras casi un último suspiro, y en la querencia de ese padre mio y en la solicitud de su pedido (lo que Gaddo requiere es una explicación, necesita darse a sí un motivo para el desamparo en el que se ve, racionalizar las causas del por qué no llega la intervención de la instancia más determinante a la que recurrir, el padre al que sin embargo nada se le reprocha) terminal es imposible no escuchar un eco del ‘Eli, Eli, ¿lama sabacnati?’ de Cristo en la cruz (una asociación que, desde ya, es el propio Dante el que propicia, y que vuelve a iluminar más adelante cuando en el V87 emparenta el castigo de los vástagos con el ser crucificados): la imponencia de esa sensación de falta de socorro, el abandono como última morada, la pasión agónica del que pregunta sabiendo que no va a recibir respuesta alguna porque no hay respuestas, el vacío y la nada que se ciernen en escorzo como aves de rapiña, los colores que se apagan, lo que se esfuma por el rabillo del ojo.
VV70-72: Si de la mención del desenlace en muerte por inanición de los cuatro vástagos de Ugolino (primero Gaddo, después uno por uno, ad uno ad uno, los otros tres: por cada cual el pandemonio de verlos agonizar y apagarse) durante los siguientes días quinto y sexto se desprende un estoicismo narrativo que encubre la agudeza del dolor más penetrante, en el come tu vedi, / vid’ io de los VV70-71 se acomoda todo el ardor de lo vivido en carne propia: el sufrimiento visto por los propios ojos (y el veredicto de existencia de la realidad como tal) se abisma en la falta de dicción.
VV72-74: Recién cuando están muertos, y no antes, Ugolino atina a dirigirse a los suyos de palabra, cede. En su llamado ciego (esto es, no sólo habiendo perdido ya, por la debilidad, sus facultades y sentidos más finos, de los cuales se ve obligado a recurrir al más burdo de ellos, el del tacto, sino enceguecido y sin alcanzar a mensurar la irreparabilidad de sus pérdidas, reducido a la brutalidad de lo ininteligible) a ellos, en la resignación no electiva del mi diedi del V72, en la amorosidad sensible del moroso y detallado brancolar sovra ciascuno durante dos días (todo un terrible andar a tientas, palpando en las facciones de hijos y nietos con ternura de padre en algún punto iluso para no errar el nombre, para llorarlos, para identificarlos en un dolor que no cabe en él, para tenerlos consigo ante su soledad inadmisible e inasimilable), quedan inscriptas las marcas más indelebles del drama: el inútil llamado al más allá del que agoniza ante sus muertos se oye, ahora sí, por todo el mundo, dicho por el que oye decírselo a aquél en el más allá, después de muerto y condenado; las resonancias vienen a nutrirse de toda una estirpe de asociaciones, saben multiplicarse al emanar de nuevos focos, y si la filía del episodio es, como de hecho es, arrasadora, y su atracción imperecedera, en parte es porque humaniza nuestra inhumanidad.
V75: La celebridad de este verso, sobre el que tanto se escribió, no sólo es justa sino exacta (un verso a celebrar), si bien el peso acumulado de los comentarios sobre él aplasta el patetismo de su concisión y oscurece el brillo de su distribución sonora (la percusión de las tres p inciales en poscia, piú y poté se dispara en cada caso luego de una pausa, las comas intermedias dibujan una tripartición no sólo rítmica sino argumental) y la pertinencia de su destaque como remate del episodio (su aislamiento entre puntos), amén de su sobriedad tonal. No es sólo el hecho de que a Dante le repugne la causalidad de lo causal o de que disponga de una verbalización cuya lateralidad induce a ir ‘a picar el cebo del sentido como si se tratara de un dulce alimento’ (Mandelstam), sino de que Ugolino mismo, en tanto traidor, es esquivo (elude confesar cuál es su traición) y equívoco; si al verso se lo lee con ambigüedad es porque el conde, queriendo ser preciso, está teñido de los efectos de su propia malformación pecaminosa. Que haya querido verse que él mismo viene a implicar la posibilidad de haberse alimentado de los cadáveres de sus vástagos al encontrarse derrotado por el hambre es un poco un barroquismo, que se deriva más del temple sugestivo de muchos de los elementos previos a su aserción (la libertad de la riqueza asociativa es encauzada adrede hacia esto: su propia boca ensangrentada apartándose del cuello del arzobispo, los colmillos de las perras que en su sueño se ceban sobre el lobo y los lobeznos, la maliciosa tendenciosidad que pueda derivarse del tu guardi sí, padre de Anselmuccio, su morderse ambas manos, el ofrecimiento conjunto de las cuatro criaturas para que se nutra de ellos) y de lo insinuante de su arte narrativo que de la lógica de las inferencias que puedan hacerse. Que el propio Dante habilite estas lecturas no asombra, incluso ‘debemos sospechar (la noción de canibalismo) con incertidumbre y temor. Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo’ (Borges). En la falta de esclarecimiento de la textura verbal están implícitas las dos agonías, pero a mi ver cabe sujetar una a la otra: ayuno y hambre son palabras diferentes y como tales designan cosas diferentes (ésta la fisicidad de una carencia, aquél la conciencia de la inanición), por más que uno lleve a la otra y precisamente por eso; el dolor de Ugolino es moral, jamás se queja de su hambre, que es dolencia en los demás, y es justo privilegiar lo que dice y muestra (su afirmativa fiereza de ánimo) sobre lo que pueda sugerir: el ayuno que le impusieron (y no el hambre que siente o no siente) pudo más que el dolor de ver morir a los suyos, donde éste no alcanzó a matarlo sí lo hizo aquél (está claro que Ugolino no resultó ser un artista del hambre como el ayunante kafkiano); y no obstante esto, es legítimo entrever también, acaso más en el poté (en la acepción de un ‘me pudo’) que en el digiuno, la derrota de un sujeto que aplastado por el peso del hambre cede a la antropofagia, cosa que a Ugolino no le habría dado más que dilación.
VV76-78: Terminada la narración, la escena se cierra con el conde volviendo a caerle al arzobispo, sus dientes yendo al hueso sin contemplación, como los de un perro (nótese el relieve de la acentuación sobre el monosílabo can seguido de coma en el V78, toda una preceptiva de la reproducción fónica y la empatía tonal de la brutalidad); contrapaso del más puro y literal por cuenta de Ugolino y más allá de las imposiciones de la justicia divina: comerse al que lo dejó morir de inanición. Y en sus occhi torti toda la espantosa decisión torcida y lateral de una venganza que se sabe dulce y sabe a sangre.
VV79-90: El correctivo, sí, pero también el arte de apostrofar como un modo de descargar tensión acumulada; agarrándosela contra Pisa y los pisanos, Dante exuda bronca, desde ya, pero también dolor. Como había hecho ya contra Pistoia (cfr. VV10-12 del Canto XXV) y Florencia (cfr. VV1-3 del Canto XXVI) y en breve va a repetir contra los genoveses, la subida de tono que preside el ahi es una invocación a la justicia: la vibración con la que se profiere este deseo de exterminio es el resultado más elocuente de la conmoción sentida ante las palabras del conde Ugolino, a Dante lo solivianta hasta tal punto el escándalo de la ultimación de inocentes que se desfoga con pareja virulencia. En vituperio se implica ya el vergonzoso deshonor extensivo a toda esa población, execración de la entera Italia (el bel paese donde se afirma con la partícula ‘sí’, como contrasta la dulce perífrasis del V80); ya que sus vecinos (florentinos y luqueses, adversarios de Pisa) se demoran en la punición, el poeta pretende que se muevan las montañas (o esas dos cercanas islas del Tirreno) y embalsen al Arno en su desembocadura para que se ahoguen todos, pagando justos por pecadores y haciendo de un mal un daño mayor; el absurdo de la invectiva delata en realidad la ira del peregrino, de la que se deja llevar: el muovasi del V82 en singular admite como complemento único a la Capraia, como si en su ímpetu imprecante hubiese pensado que con ella sola bastaría, para enseguida traer a colación de manera irregular y agregar por si acaso a la Gorgona. Si a Ugolino como traidor le calzaba el sayo por la entrega de los castillos (literalmente y con mejor literatura: ‘por haberte – Pisa – hecho traición en tus castillos’), sus figliuoi, dada su edad, no podían tener ninguna culpa: en esta coincidencia conceptual entre poeta y condenado resuena la propia vivencia lacerante del exiliado florentino, cuyo suplicio también supo alcanzar e involucrar a sus propios hijos Pietro y Japoco; el acaloramiento sin embargo no le impide deslizar el juego de acepciones de los dos novella (V88 y V89) uno detrás del otro, la definición lapidaria de Pisa como una segunda Tebas a partir del vocativo y el gesto litúrgico y documental de referirse al propio Canto en desarrollo.
VV91-93: Los poetas avanzan dentro del Cocito hasta pasar de la zona de la Antenora a la siguiente, la Tolomea (nombre derivado del Ptolomeo egipcio que traicionó a Sexto Pompeyo, o del gobernador de Jericó que asesinó a su suegro Simón Macabeo y a sus hijos), donde purgan su condena los que traicionaron a sus huéspedes. Acá los pecadores, también ellos hundidos en el hielo hasta el cuello, no gozan como en las dos zonas anteriores del beneficio estar vueltos al piso y así evitar el viento gélido en su cara, sino que aparecen con la cabeza echada bien atrás.
VV94-99: Repárese en el privilegio que se le otorga a la expresividad en el montaje de estos dos tercetos explicativos: se entrega en primer lugar una interpretación que apunta a exigir del lector una complicidad sensible y una entrega a la música del verso para recién a partir de ellas ir tramitando la construcción de sentido (la contradicción sólo aparente de que sea el propio llanto lo que le impide llorar a los reos, su dolor que no encuentra vía de escape y no tiene otra que volverse al interior de sus incorporeidades acrecentando así la angustia, como si se tratara de una regurgitación vomitiva de esa secreción ácida o amarga que no atina a expulsarse y se traga de nuevo; y punto y coma de por medio recién con el segundo terceto se entra en la descripción de hechos y efectos, que no deja por eso de ser impresionante: el llanto al congelarse entre los párpados forma una especie de pantalla de cristal que impide el desahogo de los condenados a través de ese mismo llanto, que se convierte así en obstáculo de sí mismo (el groppo es ya una anudación, el cristallo denota una transparencia que haría más angustiante todavía el pesar que no se expulsa al dejar ver, el coppo connota una cavidad ocular en sí misma mortuoria y fantasmal).
VV100-103: El que Dante, aterido de frío, pueda percibir el viento que corre sobre el Cocito aún cuando la sensibilidad de su rostro (con sus terminaciones nerviosas apagadas, como en un callo: el stallo deriva del latín stallum, sede, de donde en rigor un ‘los sentidos no tenían más sede en mi rostro’) sea nula, si es factible desde que lo derivaría del movimiento de sus ropas, por caso, en realidad es un subterfugio para preguntar por su origen (y con esto anticipar una presencia que sospecha), pero además y sobre todo una excusa para entrar en diálogo con su maestro, de cuya respuesta a su vez va a derivarse la intervención del próximo condenado al que accede.
VV104-105: La relación de causalidad implícita en el per ch’io inicial es ya una manera de coser la percepción sentida con la pregunta que se hace, y tiene la misma función cohesionante que el ond’ elli a me del V106 con el que se anuncia la respuesta de Virgilio; son fórmulas que van más allá de su formulismo y atienden a la hilación de la que se sostiene la justificación de la próxima intromisión de frate Alberigo. Al preguntar por quién (y no qué) origina el viento que siente, Dante está admitiendo cierta prevención; vapore spento: se creía que el viento se generaba por la evaporación provocada por el calor del sol, y de ahí que pueda exhibirse como que le resulta inentendible su existencia en lo más hondo del infierno.
VV106-108: Virgilio elude, como suele hacer, la respuesta directa, no está en él ni es su tarea la elucidación de aquello que conviene que el discípulo vea con sus propios ojos; claro que en esta responsable elusión no deja de anunciar, para cualquier tercero que pueda estar oyéndolo, que se encaminan más allá de la Tolomea y hacia la última y más central de las zonas del Cocito: ed ecco, aparece uno que se agarra de esto que oye.
VV109-114: Con un grito (en el que además del hábito del énfasis de todos los condenados hay un sentido de la oportunidad) uno de los tristi aprovecha lo dicho por Virgilio para pedirles a los dos en tanto transeúntes de paso (el que se crea con ese derecho deriva de que los supone condenados de peor calaña que él mismo), es decir a cualquiera de ellos, que le limpien el hielo de la cara y los ojos antes de que el frío vuelva a congelar (nótese la áspera frigidez de ese raggeli) su llanto y de ese modo pueda desahogar un poco ‘l duol che ‘l cor m’impregna: así como el condenado adscribe al duol que Dante en el V95 ya suponía en ellos, en el hincharse de su corazón a punto de estallar se oye una experiencia que no puede sufrirse sino en carne propia; este V113 es casi una letanía algo sentenciosa sólo por emerger de boca de este condenado, al que uno sabe traidor y de los peores, y uno lo sentiría más conmovedor si fuera dicho o hubiese sido dicho, en ámbitos menos terribles, por una Francesca, por caso. Y hablando del Canto V: tal como allá (cfr. VV44-45 de ese Canto), no hay esperanza de respiro alguno en las condenas de los pecadores, por más que ellos, como acá, pretendan el alivio más módico.
VV115-117: Sin la intervención de Virgilio, Dante arma una sutil estratagema, más sofisticada de lo que parece en principio. No sólo le pronone al condenado, en una especie de pacto tácito, que si quiere que en efecto le aparte del rostro la costra de hielo que lo angustia entonces éste le diga quién es, cosa que busca de todos, sino que agrega, con una soltura extraña en él, el compromiso de que de no hacerlo al fondo de la ghiaccia ir mi convegna: en esta ambigüedad (un juego que con esto, entonces, el poeta demuestra también saber jugar y al cual se presta, no siendo menos), sin embargo, hay la artimaña de prometer lo que de hecho va a cumplir, porque bien puede entenderse que al hablar del ‘fondo del hielo’ al cual se prestaría a ir a parar no se refiera literalmente a lo hondo bajo la superficie de la Judeca sino lateralmente a esa última zona del Cocito a la cual en efecto se dirige con su maestro. Viene así a ser artero (y más tarde se vanagloria de esto, V150) con un fraudulento, y en su mundo esgrime la misma vara.
VV118-120: Fray Alberigo, güelfo perteneciente a la orden laica de los frailes gaudentes (cfr. V103 del Canto XXIII), urdió un mayo de 1285 una trampa para vengarse de dos parientes suyos, Manfredo y su hijo Alberghetto: invitados a su residencia para un almuerzo, a una señal suya ya convenida (la de traer la fruta) sus secuaces y falsos servidores los asesinaron; el episodio devino proverbial e indicativo de este tipo de traición. Castigado con una pena mayor de la que él le había infligido a aquéllos, acá se permite el sarcasmo (recoger dátil, esto es comida más fina y costosa que el usual higo de la misma manera que su castigo es más doloroso, y expresión que en su cortante precisión es por su parte variante del proverbio ‘rendere pan per focaccia’) y a su vez sugiere su propia intriga (la fruta como señal del puñal).
V121: El estupor de Dante responde a que en el 1300 Alberigo todavía se encontraba entre los vivos.
VV122-138: Por boca del propio condenado, Dante arbitra en este pasaje una variante del episodio del ‘endemoniamiento’ (cfr. el Evangelio según San Juan, 13, 27: ‘Y después del bocado, Satanás entró en él’) por la traición de Judas. Tomando al pie de la letra lo que allí sugería una posesión demoníaca, acá exhibe a la Tolomea (a la que aprovecha para nombrar) como con la atribución de recibir almas específicas de ciertos traidores cuyo pecado hizo que se las expulse en el momento mismo de pecar, tomando lugar entonces en su cuerpo (que sigue en vida en el mundo hasta que ‘l tempo suo tutto sia vòlto) un demonio; la invención poética hace así de la literalidad una extensión de la propia doctrina. El reo, lanzado ya sobre lo que se le dijo, busca ahora que el poeta le limpie el hielo de buena gana y por voluntad propia, y por eso alarga su discurso y se muestra solícito, y por dos veces vuelve sobre el tópico (los VV129-133 son una reelaboración más detallada de los VV125-126, en los que ya mentaba a Atropos, la Parca que tejía y cortaba el hilo de la vida), además de admitir explícitamente su traición (come fec’io) e incluso de indicar a otro que lo acompaña (qua dietro mi verna, y en ese verbo se percibe toda la inmovilidad vegetativa de un invierno eterno), agregando información que no se le había requerido; de hecho el tu ‘l dei saper del V136 (como reformulación del más expeditivo sappie che del V126) es casi condescendiente (el tono melifluo, además de la complicidad de suponer a Dante un recienvenido) al dar el nombre de ése y precisar que hace ya rato que está hundido allí.
V139: El ir venir entre pronombres (dos io, lui y tu) como liza dialéctica en lo que se siente como un engaño, y el propio credo como afirmación para propiciar la contrarréplica.
VV140-141: En su incredulidad, Dante no sólo confirma que para ese entonces este tal Branca Doria estaba todavía con vida (de lo que da él mismo testimonio) y en consecuencia come, bebe, duerme y viste ropa (el argumento apela a una frase usual en la jerga popular para afirmar que alguien está con salud, y las conjunciones le imponen un ritmo andariego que se condice con esa oralidad), sino que da ejemplo de la clase de ajuste de cuentas que es capaz de efectuar sobre sus congéneres a través de la obra: ese que se pasea por el mundo (piénsese en los lectores contemporáneos a la aparición del texto) no es otra cosa que carne habitada por el mal cuya alma está ya condenada en el infierno desde hace un buen rato. El manejo de la injuria soterrado en el señalamiento.
VV142-147: Los hechos: el genovés Branca Doria había asesinado a traición (invitado a su casa, lo hizo despedazar) a Michel Zanche (de quien no era sino el yerno y a quien pretendía heredar), condenado éste por su parte (e importa distinguir la mayor rapidez con la que el alma del primero alcanza su lugar de condena ni bien traiciona frente a la llegada posterior del alma del otro a su bolgia luego de muerto) en el foso quinto del octavo círculo cuyos custodios son los Malebranche (cfr. V8 y V37 del Canto XXI y V88 del Canto XXII), entre 1275 y 1290 (incierta esta fecha), con la complicidad de un pariente suyo cuyo cuerpo, al igual que el de él, fue ocupado por un diablo y cuya alma fue también precipitada allí; el singular diavolo (distinto del demonio del V131), así, funciona como una especie de genérico de ‘mal’. El susodicho murió en 1325: cuatro años después, incluso, que el propio poeta.
VV148-150: Luego de semejante circunstanciación, el condenado considera llegado el momento en que Dante debería cumplir con lo que él entendió que fue una promesa, y es imperativo, y casi familiar y confianzudo, al respecto; el oggimai (válido por ‘ormai’) viene a dar la medida de esta seguridad suya. A su vez Dante, ateniéndose a lo dicho por él mismo en los VV116-117, considera una cortesía la villanía que sabe que le hace al no cumplir con la expectativa de éste; y es que de haber hecho lo que se le pide no sólo habría incumplido con la justicia determinada por Dios como castigo, sino que traicionaría aquello que Virgilio ya le había aclarado: qui vive la pietà quand’ è ben morta (V28 del Canto XX); lección bien aprendida entonces.
VV151-157: Como al finalizar el episodio previo, ahora Dante culmina éste con otra invectiva furibunda, en este caso contra los genoveses. La misma demasía en la pretensión de que se castigue a todos ellos indistintamente (el exterminio: V153), parecida inflamación, un poco menos de enjundia en el tono (contra el enfático signo de exclamación del V84 acá se formula una pregunta capciosa). Mentando a Alberigo como el peggiore spirto di Romagna y a Branca Doria escindido (escisión que queda resuelta por medio de las dos preposiciones in en V156 y V157) en cuerpo (que este reo ‘parezca’ vivo arriba en el mundo, donde todo es perecedero, viene a ser de por sí una ignominia) y alma (sobre la que se descarga la justicia de hecho por toda la eternidad), Dante acomete, una vez más marcando el dolor de su revuelta como lamento a través de un ahi inicial, un apóstrofe algo más irónico.